domingo, 31 de octubre de 2010

Ricardo Luque - El problema filosófico de la muerte


El problema filosófico de la muerte

César Ricardo Luque Santana

Si sólo vivimos dos días, no merece la pena emplearlos
en arrastrarnos ante tanto bribón despreciable
Voltaire.

¿Qué es la muerte? Nada sabemos acerca de ella, dijo tajante Sócrates durante su juicio (“Apología de Sócrates”) dando a entender por un lado que no debemos verla como un mal porque no sabemos qué es; y por el otro, que él no temía ser sentenciado a la muerte como finalmente ocurrió. Y lo mismo repite en otro Diálogo, el “Fedón o del Alma” para tranquilizar a sus seguidores y amigos que tratan en vano de persuadirlo para que huya de la cárcel, donde paciente y resignadamente espera su ejecución mediante la cicuta, sólo que aquí, se aventura una teoría sobre la inmortalidad del alma.

Epicuro de Samos (s. IV a. C.) fue más enfático que Sócrates en este asunto pues agregaba que debíamos evitar todo tipo de temores irracionales como el miedo a la muerte o cualquier otra forma de superstición. Epicuro decía que la muerte no existe, porque cuando uno vive, ella está ausente; y cuando ella llega, uno ya no está presente.

La idea de la muerte como algo natural fue en general un pensamiento típico de los pensadores o ilustrados antiguos de Grecia y Roma. Gorgias de Leontini (s. IV a. C.), uno de los más destacados sofistas, en una de sus obras “La Defensa de Palamedes”, personaje de la Ilíada que según Ulises traicionó a Grecia en la guerra contra Troya, trata de rehabilitar la figura de este personaje. En este ejemplo no interesa en sí, la cuestión de si este sujeto fue o no un traidor ni tampoco las argucias retóricas del sofista para resarcirlo, sino su percepción de la muerte que coincide con los demás pensadores ilustrados en tanto la ve como un proceso natural inexorable. Palamedes comienza su defensa ante el jurado popular diciendo que lo que está en juego no es si ha de morir o no, sino si ha de hacerlo con honor o deshonor, pues la naturaleza –remata enfático dirigiéndose al jurado- ya nos ha condenado a muerte a todos.

No obstante esta visión laica o naturalista de la muerte, ha existido también una concepción espiritualista que en la filosofía se ha expresado a través de noción de alma, aunque originariamente ésta procede de la religión y también persiste en ella. La idea de la inmortalidad del alma -y en ocasiones de su transmigración o reencarnación- alude a un deseo de no resignarse a la muerte como un fin absoluto de la existencia personal.

Platón decía que la filosofía es una meditación de la muerte, pero ésta ha sido entendida en sentido de la muerte humana porque sólo en el ser humano la muerte tiene significado. Es decir, sólo el ser humano es consciente de su condición mortal, de ahí que le sea inevitable e indispensable pensar sobre la muerte. Ahora bien, la muerte así concebida, es personal e intransferible, pero aceptar resignadamente su naturaleza ineluctable no es suficiente sino que es necesario dotarle de un sentido o domesticarla.

Las religiones tienden a generar creencias que sirven de consuelo ante la inevitabilidad de la muerte. El cristianismo por ejemplo, sostiene que la verdadera felicidad está en el más allá, siempre y cuando se hayan respetado los preceptos religiosos. Desde luego, esta “prerrogativa” (salvación) ha sido interpretada como una forma de dominio político de las masas que sufren en este “valle de lágrimas” a las cuales se les inculca la mansedumbre prometiéndoles una “mejor vida” en un supuesto paraíso celestial. Independientemente de los usos instrumentales que se pueda dar a la muerte, persiste la necesidad intrínseca de encontrarle sentido, mismo que se genera por el miedo ante la muerte propia y por el dolor ante la muerte ajena de algún ser querido. La noción de la inmortalidad del alma con base en estos últimos criterios, es un intento de limitar la muerte como una mera cesación de la existencia física y también como una negación de nuestra condición de seres mortales. La concepción naturalista de la muerte también admite una especie de “inmortalidad” pero entendida como una prolongación o perpetuación de la vida en función de la especie, es decir, que la muerte del individuo se continúa con la descendencia en la especie, de manera que la naturaleza sobrevive en un ciclo relativamente incesante de vida y muerte.

El miedo a la muerte denota sin embargo la percepción de que ésta es un mal en sí misma y en el fondo es un reconocimiento de que la vida de cada individuo es única e irrepetible, es decir, que si la vida significa el ser, la muerte sería el no ser, la nada. Por eso, la concepción de la muerte que se tenga es al mismo tiempo una concepción de la vida, pues en efecto, la muerte no sólo es algo que nos pasa por ser inevitable e intransferible, sino que asimismo, es algo que nos sobrepasa porque al no saber realmente qué es, queremos averiguarlo, necesitamos saberlo, pues a pesar de no saber qué es la muerte y precisamente por eso, estamos obligados a tratar de encontrarle sentido ya que como dice Martín Heidegger, el hombre es un ser para la muerte, de tal suerte que si no tuviéramos conciencia de la muerte no tendríamos identidad alguna.

El filósofo chileno Diego Fernández H., en un interesante artículo llamado “De otro modo que-(ser-para-la-muerte)” en A Parte Rei, Revista de Filosofía (disponible en Internet), explora de la mano de Heidegger y Manuel Levinas el problema de la muerte pero no como un tránsito del ser al no ser o del ser a la ausencia del ser, sino como una trascendencia dentro de los límites de lo temporal, es decir, no se plantea un más allá metafísico como lo hace el espiritualismo idealista-religioso, pero tampoco acepta el reduccionismo del naturalismo. En este texto se analiza el paso del ser a otro modo de ser, esto es, no de la vida a la muerte, de una existencia efímera a una supuestamente eterna, sino que se propone otro tipo de trascendencia: ¿Cómo pensar de otra manera la alteridad del ser?

La conciencia de la muerte nos lleva a pensar sobre nuestro modo de estar en el mundo, lo que hacemos con nuestra vida, o como decía Sartre, “cada hombre es lo que hace con lo que hicieron con él” para señalar que no tenemos una esencia inmutable sino que somos una construcción o proyección social (la existencia precede a la esencia). El tener conciencia de que vamos a morir, entonces nos convoca a construir un proyecto de vida, a dibujar un horizonte de sentido de nuestra existencia en aras de alcanzar la felicidad, no de una manera egoísta sino en comunión con los demás.

Pensar la muerte es un asunto complejo porque no podemos obviamente tener la experiencia de la muerte constándola en otros ni padeciéndola en uno mismo. En el primer caso, tenemos un contacto con la muerte a través de los otros pero no es todavía la muerte porque no la experimentamos en nosotros mismos, y cuando lo hacemos, no podemos comunicarla. “La muerte, en lugar de dejarse definir por su propio acontecimiento nos afecta por su sinsentido” dice Levinas. En otras palabras, la muerte como tal, cuando a uno le acontece, es incomunicable e impensable, pero en su otredad, en la muerte del otro, si nos da en qué pensar, aunque como dice Levinas, la muerte del otro es un acontecimiento sin lugar. En efecto, como la muerte que puede ser pensada es la del otro y no nuestra propia muerte, ésta es incomprensible.

La alteridad debe ser pensada por lo tanto respecto del otro que al igual que yo existe, es decir, que preguntarse por el sentido de la muerte es realmente preguntarse por el sentido de la vida y más propiamente de la vida social o en comunidad, de nuestra convivencia con el otro. Para Levinas, este horizonte de sentido se funda en la ética a la cual denomina “filosofía primera”. En consecuencia, si la muerte es en sí misma un sinsentido, la vida debería de estar dotada de sentido para que por esa vía la muerte tenga sentido.